La cuestión que propongo es buscar compañía sin pasarnos de lo razonable, sin recurrir a la fe.
Creo que es razonable esperar que haya formas de vida inteligente que compartan nuestro entorno aunque aún no las reconozcamos, bien porque no las detectamos, bien porque no reconocemos si están vivas, o porque no reconocemos su inteligencia.
Me estimula esa esperanza el ver que estamos rodeados de vida que, aun estando basada en una química idéntica a la nuestra, y de la que apenas empezamos a conocer su comportamiento, cada día nos sorprende con reacciones inteligentes. La convivencia con animales domésticos da contínuos ejemplos de esto.
La invisibilidad de otras formas de vida inteligentes pienso que puede estar en nuestros condicionamientos culturales, y quizá en una autoestima superdesarrollada que nos hace creernos la culminación de la evolución, o la máxima creación divina en caso de los creyentes. También podría ocurrir que la evolución de otros seres inteligentes basados en soportes físicos muy distintos a nuestra bioquímica los haya hecho irreconocibles como seres vivos, de la misma forma que para un humano de la edad media un chip electrónico sería indistinguible de un trozo de mineral.
Estas reflexiones no son nuevas. Lo nuevo sería llegar a unos criterios que permitan distinguir un comportamiento inteligente del que está condicionado por las circunstancias y la herencia. Pero me temo que aún no somos tan inteligentes como para llegar a distinguirlo.
Una primera propuesta que se me ocurre para reconocer el comportamiento inteligente: El de un objeto que mantiene su integridad a costa del medio, pero sin degradarlo, el de un ser que vive y deja vivir.
De momento, sólo puedo reconocer este proceder de vivir y dejar vivir en los seres autótrofos, como las plantas que viven de la energía solar sin alimentarse de otros seres vivos, al menos de una forma reconocible directamente. Son una buena compañía, silenciosa, tranquila, y generosa con sus frutos. Quizá nos conviene seguir su ejemplo y vivir del sol.