Cuando algo va mal, ya sea en el ámbito privado como en el público, con mucha frecuencia buscamos atribuir la responsabilidad a cualquiera menos a nosotros mismos. Es una forma de aliviar nuestro dolor, comprensible si es pasajera. Incluso si se debe a una torpeza propia, que nos revela que no somos perfectos, que hay otros más inteligentes, o con más poder para resolver sus asuntos, en vez de asumir que es cosa nuestra y que, si acaso, podemos pedir ayuda con humildad, solemos echarle la culpa al que es más listo o tiene más poder, como si tuvieran la obligación de resolver los problemas de todos.
Es cierto que, al necesitar de la sociedad, a todos nos conviene ayudar para que a su vez nos ayuden cuando lo necesitamos, pero no se puede esperar que los más listos, ni los más generosos, resuelvan todo. Por ejemplo, hay personas muy capaces y comprometidas con la justicia social que fundaron partidos de izquierdas a los que se les achaca que no resuelven la pobreza, pero la gente no sigue su ejemplo formando asociaciones locales que ayuden a los necesitados más cercanos, ni salen a manifestarse contra las injusticias y los abusos de poder, o ni siquiera votan a esos partidos de izquierdas.
Nadie, por muy inteligente y capaz que le haya hecho la naturaleza, puede resolver los problemas de todos, así que no nos sirve de nada resignarnos a ser irresponsables esperando que ellos nos los resuelvan. Por muy duro y arriesgado que llegue a ser, aunque unidos lo será mucho menos, todos y cada uno tenemos la obligación de enfrentarnos a los que abusan de nosotros.